DeLetreando

Narrativa bajo sitio

06-narrativa-bajo-sitioPor Claudia Carmona Sepúlveda

Relatar la patria fue la forma en que varias plumas chilenas conjuraron el horror de la muerte, la persecución y el exilio que caracterizaron los años posteriores al golpe de Estado, escritores que pese a la censura y el pensamiento ascéptico iban a contrapelo del medio. Y del miedo. Tras las primeras páginas, vehículos de la necesaria denuncia y teñidas de un lenguaje más bien llano, directo, casi documental, retomaron -unos antes que otros- la técnica estilística y la atención a la forma, para dar vida a relatos que no por el cuidado oficio de su autor dejaban de dar cuenta de los tiempos. Mientras el anhelado imperio de la razón dilataba más y más su renacimiento, hombres y mujeres de letras fueron dejando caer sobre el papel ambientes, personajes e historias que nunca sonaron más reales para los escasos lectores que en Chile lograban hacerse de una copia.

Dos obras en particular, recogidas en una suerte de antología titulada Cuentos en Dictadura (LOM, Santiago, 2012), nos ponen ante sendos puntos de vista. En uno hay culpa. En otro hay abandono. Y en ambos, miedo. El primero es el cuento “Zapatos”, del cuño de Pía Barros, breve relato sobre un coronel perseguido por su conciencia y por unos apremiantes pasos que le impulsan a apurar la marcha, a dar pronto con el más corto camino a casa y ponerse a salvo de un temido ajuste de cuentas. Sudar y temer. Temer incluso al sudor que delate su origen y condición. Una vez que los pasos le han dado alcance, se vuelve hacia ellos. Contra el lodo que cubre el suelo de un parque tras la lluvia, ve recortarse los zapatos de sus perseguidores, cuyos dueños no quiere identificar:

“Los ojos se le quedaron en los zapatos, no intentó levantarlos. Quiso ponerles nombres, hacer coincidir el cuero, la lona, con cada una de las cuentas que tenía pendientes, pero los zapatos eran menos que los rostros crispados, ningún zapato tan flaco y triste como el viejo del tango con la escoba, ninguno tenía forma alargada de aullido del primer muchacho en el interrogatorio… los ojos fueron subiendo, llegaron a los pantalones y el corazón tam tam amenazando en el pecho, tam tam delator del terror que le iba comiendo el estómago, las rodillas temblorosas, pero imperceptibles aún. Los ojos le llegaron a las manos, esas muchas manos, que también eran rostros desfigurados en la memoria, dedos deformes que alguien quebró, cicatrices de cuchillo y quemazones… tam tam ‘no se agite’, tam tam ‘Mucho descanso ahora’, tam tam por qué venir a sudar en este momento, como en el Municipal, como siempre que no debía sudar, tam tam, esforzar el músculo en el pecho hasta lo indecible, por algo había pasado a retiro, casaca, noche solo, ‘Nunca ande solo, coronel, es cuestión de seguridad, ¿sabe?'”

Con una suerte de premura que bien puede asociarse a la urgencia de la época referida, Pía Barros conjuga dos tiempos cronológicos en un mismo tiempo verbal y hace gala de una capacidad de síntesis que da sustancia al relato, densidad que permite narrar una vida -o una muerte- en un párrafo, como en el citado, carente casi por completo de puntos, desplazados por las comas, cómplices del ritmo creciente en vértigo. Nada sobra aquí. Todo está puesto al servicio de una historia, breve, pero sin medida posible, pues recoge una noche tan larga que no cabe en el reloj.

En “Como la hiena”, por su parte, Poli Délano pone en boca de un exiliado chileno -con más de un destino estampado en su pasaporte- diálogos que reflejan una supuesta liviandad para enfrentar la vida. El cuento arranca con su declaración, casi culposa, de inexplicable felicidad y la correspondiente justificación que lo lleva a concluir que tal vez sea “como la hiena, que es fea, se alimenta de excrementos, fornica una vez por año y sin embargo se ríe”. Ciudad de México, mañana de asueto y nostalgia de sabores del mar. Pronto se ve frente a un plato de ostiones, compartiendo mesa en un restaurant con un sueco que asegura conocer Valparaíso como la palma de su mano. Un wurlitzer que desata sus nostalgias y le tiene al borde del llanto, abundante cerveza, una pareja de gringos respingones y un mendigo jorobado, terminan de hacer su día. El incidente que se produce entre estos últimos gatilla el giro:

“Casi a la par con nuestros ostiones y nuestra cerveza, llegó un garzón de chaqueta blanca, tomó al pordiosero del antebrazo y le dijo alguna insolencia empujándolo hacia la puerta. El jorobado lanzó su vista a nuestra mesa y nuestras miradas hicieron circuito. En la suya no moraba el miedo, ni la ira. Era como si desde siempre hubiera tenido la certeza de que no merecía otra cosa, de que el maltrato y el castigo eran las primeras sentencias registradas en su destino (…). Sentí además un escalofrío recorriéndome la espalda, porque en esa mirada estaba también grabada la intuición de que yo era su igual, de que a mí me correspondía pasarle la mano, tirarle la cuerda salvadora. Cuando me levanté, su expresión toda se hizo una gran sonrisa abierta y agradecida, como si de antemano supiera exactamente para qué me había levantado.

“-¡No! -le dije al mozo, sujetándole el brazo. Es mi invitado. Se llama Nicodemo y viene a juntarse con nosotros. Dígale a la señorita que traiga otras dos cervezas y más ostiones.

“(…) Miré a la pareja de gringos al pasar de regreso a la mesa. Ya no volverían a dirigirnos la palabra, ni siquiera osarían dirigirnos una última mirada antes de partir a comentar las horrendas cosas que ocurren aquí, ¡qué clase de país era éste! Entonces, mirándolos yo se los dije, sin elevar la voz, pero apretando los dientes, les dije: ¡asesinos!”.

La hiena ya no ríe. No es más que un hombre abandonado por la historia, a la deriva en un viaje sin fecha de término, acumulando experiencias de mullticulturalidad que no pidió. Del contrahecho animal queda ya únicamente la soledad y el común denominador de no saber “de qué mierda se ríe”.

Muda el estilo narrativo de Délano hacia un monólogo precipitado, el de un hombre atormentado por la memoria, que no tiene más que estos dos desconocidos para buscar aliento o simplemente hacer catarsis, para destapar su pasado, hablar, cuando menos hablar, algo que, sin embargo, no es tan simple:

“(…), pero mi voz se quedó atascada en el horror y me vi frente a ellos modulando palabras sin sonido; sólo que en los ojos de ambos encontré entendimiento y compañía, aunque no pudieron ellos escuchar los gemidos, el miedo, el dolor aullante que quería hablar por mí, esas noches del estadio, esas ráfagas rápidas, el olor a carne quemada, la consciencia de la muerte próxima, Sueco, Nicodemo, no me oyen, pero yo les estoy hablando (…). Después de esas listas se escuchaban ráfagas, ¿entiende, Johanson? Siempre ráfagas. Un día me interrogaron. El golpetazo se siente como si a uno le arrancaran la dentadura. Te recoges entero, Nicodemo, te contraes como un molusco, sientes que se te acabó para siempre el aire y luego te vienen náuseas y el ahogo va creciendo y te aprietas el pecho con desesperación, y después quedas temblando, muy sensible, con la moral hecha un guiñapo”.

Son dos voces para dos historias, fragmentos que desde la ficción ayudan a reconstruir un tiempo en absoluto ficticio; dos plumas que, como muchas otras, escogen poner su oficio donde sienten que es deber hacerlo, más que a pesar de ser doloroso, porque es doloroso, que en este caso equivale a decir necesario.