Gotas de tinta

Fijar lo efímero

Por Claudia Carmona Sepúlveda

La gran urbe acoge manifestaciones artísticas de diversa índole. Es la plaza pública que se completa y justifica en ellas, propiciando el intercambio. El tiempo vital de estas obras, entre multitudes y palomas, puede ser de un segundo en el gesto de un mimo, o de un siglo en una escultura. Horas o días puede, por su parte, habitar entre nosotros una pintura hecha a trazos de tiza sobre la acera.

David Cerón reproduciendo La joven de la perla, de Johannes Vermeer.

Gises, clariones, tizas, carbones o pasteles, con su infinidad de matices y texturas, demudan el pavimento, convirtiéndolo en vehículo de una narrativa de imágenes. Los que cultivan este arte son llamados madonnari, forma italiana plural que refiere a quienes pintan madonnas. Y es que estos artistas urbanos descenderían, directa o indirectamente, de aquéllos que, a fines del siglo XVI, pintaban esos motivos religiosos en la arena compactada de las calles de Roma. Con mayor o menor desarrollo estilístico, abundante o escaso de cultores y sometido a las restricciones de la atmósfera política, el arte de los madonnari o street painting o strassenmaler, ha transitado, terco superviviente, hasta nuestros días. Edgar Müller, alemán, y Julian Beever, británico, descuellan hoy entre los exponentes de este arte en 3D, desafío no menor el de encontrar los puntos de fuga, la profundidad, la perspectiva exacta para hacernos caer dentro de sus pinturas o esquivar sus convexidades; y como hábiles copistas de artistas clásicos, lo hacen el mexicano David Cerón, de un lado del Atlántico, y el francés François Pelletier, del otro.Su arte, o maestría reproductora, pueblan el mundo virtual con profusión. Grandes espacios cívicos de alta concurrencia se cubren de tonos pastel y envuelven al transeúnte que, felizmente, lleva una cámara fotográfica con la que registra esta obra deleble, efímera, que prevalecerá comprimida en pixeles cuando la lluvia o las manos de su propio creador, la hayan puesto a evaporar. Una permanencia adquirida, privilegio de estas tataranietas que envidiarían aquellas tatarabuelas que la historia deslavó en las calzadas del Lacio.

Si retrocedemos unos años por esta línea de tiempo trazada en cuclillas por los madonnari y borrada por la historia, encontraremos un momento particularmente provocativo: la mímesis como objeto de mímesis, o cuando el arte incitó al arte; el instante en que ese mundo representado en tiza fue, a su vez, representado, y eternizado, por la pluma de Julio Cortázar. El París de los años sesenta, en la resaca del surrealismo y ebrio de cuestionamientos existenciales, el París de Rayuela: “(…) el amor, sus tizas hambrientas de un fijador que las clavara en el presente, amor de tiza perfumada, boca de tiza naranja, tristeza y hartura de tizas sin color girando en un polvo imperceptible, posándose en las caras dormidas, en la tiza agobiada de los cuerpos”.