Gotas de tinta

Realismo de un cine sitiado

Por Claudia Carmona Sepúlveda

 

Cuando la guerra muda tanto los escenarios, como la utilería, las técnicas de casting y la estrategia de producción, el arte cinematográfico debe apelar –como hace el propio hombre encarnando el rol que empuja su personal trama– a cuanto artificio y recurso tenga a su alcance para asegurar su supervivencia. El producto de tal ejercicio puede ser un opúsculo que distraiga por unos momentos nuestra atención del horror, o puede resultar en una obra mayúscula, en que el realismo es no menos un registro impuesto por la realidad que una propuesta autoral.

Garance, interpretada por Arletty, nombre artístico de Léonie Marie Julie Bathiat.

Heredero de la larga tradición literaria decimonónica y de las voces de un Balzac o un Zola, el cine francés de fines de la Segunda Guerra Mundial encuentra en Les enfants du paradis (1945) la conjugación del compromiso artístico de sus creadores con un París ocupado no sólo por las tropas nazis sino también por el colaboracionismo de sus autoridades. El cuestionamiento a los frágiles valores del hombre de su tiempo se deslizó, camuflado de historia romántica ambientada en ese mismo siglo XIX que le sirviera de inspiración, a través de los diálogos del poeta Jacques Prévert, convertidos en imagen por Marcel Carné. El prodigioso decorado, montado en los estudios Pathé, alterna con locaciones exteriores que desafiaban la ocupación. El filme plantea el arte como motor de la vida y difumina los límites entre fantasía y realidad, como en la escena del hurto del reloj, el primer encuentro de Baptiste con Garance, un estilo narrativo que bien podría ser parte de una novela de Victor Hugo, logrado por actores de primer nivel, no en vano conectados con las vanguardias y con ese particular tono poético que, a fin de cuentas, constituye un sustrato que sostiene la película y la estiliza.

Antonio, Lamberto Maggiorani, y su hijo Bruno, Enzo Staiola, en Ladri di biciclette.

Tres años más tarde, en 1948, Vittorio De Sica rodaba Ladri di biciclette en la semidestruida Roma de la postguerra, que reemplazaba a los estudios de Cinecittá, convertidos en refugio, y con obreros desempleados devenidos en histriones para caracterizar su propia precariedad. Es la humanización del cine a través del leitmotiv del viaje existencial de un hombre para quien el trabajo no es ya medio sino fin, un superobjetivo que compite en relevancia con la preservación de su dignidad. El director italiano consagra con esta película un nuevo realismo que hace de sus limitaciones la herramienta precisa para equiparar la lente al ojo del espectador.

Son dos vías, Carné en Francia y De Sica en Italia, ambas bajo el influjo de la guerra, para arribar a un cine que plasma dos abordajes de la realidad: el realismo poético francés y el neorrealismo italiano, y sendas temáticas impuestas por la historia, cuya vigencia supera su condición de documentos de una época para erigir una narrativa de la condición humana que trasciende al tiempo.