Gotas de tinta

Fritz Lang. El gesto vuelto palabra

Por Claudia Carmona Sepúlveda

Más que una manifestación del expresionismo de entreguerras, donde a menudo se le encasilla a ultranza, Metrópolis es una ecléctica puesta en escena que incorpora elementos del futurismo, de la escuela de Bauhaus y del art decó, no sólo en la ambientación sino también como reflejo de un mundo eminentemente funcional. La vanguardia en su plenitud como estrategia para situar en el debate los principios que deben regir la vida en sociedad. Considerada hoy una de las obras maestras del cine, la película que el austrohúngaro Fritz Lang presentó ante su audiencia en la Alemania de 1927 y que fuera varias veces cercenada, pone a aquélla a reflexionar en torno a las desiguales condiciones de vida entre quienes construyen para otros un bienestar que les está vedado y quienes disfrutan de él. La luz gobierna el Club de los Hijos, en la superficie, donde hombres y mujeres visten coloridos o albos trajes, mientras se desplazan libres; en tanto, la oscuridad del gueto subterráneo, la Ciudad de los Trabajadores -seres cabizbajos que usan sombríos uniformes y despliegan movimientos colectivos, coreográficos- da cuenta de un segmento por completo masificado.

El advenimiento del sonido al cine de Lang es en palabras mayores. Por un lado, releva a la excesiva gestualidad y a la grandilocuencia de los desplazamientos de su obra magna, para inaugurar, vía complejos diálogos, la discusión de principios que distinguen entre ética y moral, en M, el vampiro de Düsseldorf, cuyas últimas escenas conducen a un profundo análisis sobre la naturaleza humana. Y, por otro, adquiere inmediato protagonismo a través de un recurso que Hitchcock acuñó como McGuffin, el empleo de la pieza de Grieg, En el salón del rey de la montaña, de la obra Peer Gynt, como detonante de un giro dramático clave: la identificación del asesino en serie que, primero, paraliza a la población y, luego, la une en pos de su captura.

Si hablar de igualdad y justicia ad portas del nazismo parece un contrasentido, entiéndase que una parte de la batería de moralejas en juego -una según la cual poner en jaque el orden imperante conlleva también la destrucción material del mundo conocido y otra que nos aclara el irremplazable rol de la autoridad- radica tal vez en la creciente inclinación de Thea Von Harbou, esposa de Lang y guionista de sus películas, por el nacionalsocialismo, más que en una decisión del propio director. El alejamiento de la pareja era inevitable, cuando la persecución llevó al realizador a asumir por primera vez su origen judío y emigrar a Estados Unidos.

Con desenlaces disfrazados de finales felices, que en realidad implican el mantenimiento de un estado de cosas, Fritz Lang consigue, no obstante, instalar en Metrópolis, vía lenguaje gestual, la reflexión sobre la igualdad y en M, el vampiro de Düsseldorf, vía lenguaje verbal, el debate en torno al concepto de justicia.