Akira Kurosawa. La oposición como recurso
Por Claudia Carmona Sepúlveda
Del universo simbólico que Akira Kurosawa vierte en Sueños, es posible extraer elementos que atraviesan todo el filme (en apariencia mera sumatoria de ocho relatos oníricos de su autor), dotándolo de una cohesión sustentada en una cosmovisión de raíces niponas, en sus mitos y en tópicos como la lealtad y el honor, tan ajenos a la cultura del observador occidental. Uno de ellos es el enfrentamiento de dos opuestos, manifiesto, por ejemplo, en la contraposición de los mundos real e irreal en los relatos El túnel y Cuervos, y en cada uno de ellos de manera inversa, sentando también un contrapunto entre estos dos sueños: en el primero, el mundo real es visitado por espectros de la guerra y, en el segundo, un visitante del mundo real se introduce en el imaginario que constituyen las pinturas de Van Gogh. Equivalente es el contraste entre las explosiones de la central nuclear en El Monte Fuji en llamas y la armónica relación del hombre de El pueblo de los molinos de agua con su entorno.
Pero es entre este último relato, con el que cierra el filme, y el primero de ellos, La luz del sol a través de la lluvia, que se establece la antítesis más significativa. Si éste es inicio, aquél es fin. Cuenta la tradición que cuando llueve bajo los rayos del sol, los zorros realizan su marcha nupcial, la que está vedada a ojos extraños. El pequeño Akira desoye las advertencias y asiste al paso de la procesión, siendo sorprendido por los zorros, por lo que no puede volver a su hogar y deberá quitarse la vida, a menos que los iracundos ofendidos acepten su disculpa. La marcha nupcial, antesala de la concepción, es una metáfora del inicio de la vida. Su contraparte, la muerte, es motivo de otra procesión, esta vez fúnebre, en El pueblo de los molinos de agua, donde una anciana acaba de fallecer y es acompañada a su entierro entre alegres danzas y cantos que celebran el satisfactorio fin de un ciclo vital.
Esta dualidad se constata también al interior de cada relato. En La luz del sol a través de la lluvia, el realizador, que maneja con precisión quirúrgica la composición en base a la regla de tres, contrapone la verticalidad de la lluvia y los troncos de los árboles con el desplazamiento enfáticamente horizontal de los personajes; lo propio hace con la iluminación de los planos dobles, en los que luz y sombra compiten en protagonismo. Pero llega más lejos y eleva el antagonismo a nivel de recurso narrativo: Para retratar la angustiosa situación del niño que debe asumir y autoinfligirse castigo por su desacato, o dar con los zorros para implorar perdón y salvar su vida -allí donde una factura occidental probablemente habría recurrido al melodrama-, el cineasta escoge una sucesión de cuadros de serena belleza. Dos opuestos que establecen una simbiosis arduamente alcanzable por un autor sin la formación valórica de Kurosawa.