Hannah Arendt bajo el prisma de María Eugenia Meza Basaure*
LA JUDÍA INADECUADA
En fotos y en filmaciones, aparece prácticamente siempre con un cigarrillo en las manos o en la comisura de los labios. Hoy, por este simple hecho, se vería inadecuada. En su época, por sus escritos y en sus declaraciones en las que denunció el totalitarismo y habló por primera vez de que el mal podía ser banal, también pareció inadecuada.
Es que Hanna Arendt, filósofa política pensaba diferente y esto la llevó a ser cuestionada, a la vez que la catapultó a la esfera de los grandes. Nacida en Linden, Alemania, en los albores del siglo pasado, como hija única de una familia adinerada y culta que pertenecía a la comunidad judía pero que descreía de la fe, cruzó la vida haciéndose preguntas.
A los tres años de edad, regresó a Königsberg, ciudad de sus antepasados donde, al poco tiempo, la sorprendió la muerte de su padre. Su madre relata, en el detallado diario de la infancia de su hija que, a modo de consuelo, ésta le dijo: “Piensa, mamá, que esto le pasa a muchas mujeres”.
Aunque sus abuelos pertenecían a una comunidad del judaísmo reformado, en su casa nunca se hablaba de esa pertenencia. “Yo no supe por mi familia que era judía. Mi madre era completamente arreligiosa y la palabra judía no fue pronunciada nunca mientras fui una niña”. Esto no evitó que esa identidad marcara su vida y sus intereses político-intelectuales: ya desde sus primeros escritos trató la cuestión judía.
Ella observa, analiza. Busca comprender. A los 14 años ya había leído a Kant, Jaspers y Kierkergard y, a los 15, comenzó estudiar por su cuenta y dio un examen de madurez para entrar a la universidad, a estudiar filosofía. Conoce a Heidegger. Los unirá una fuerte relación emocional y amorosa que dura muchos años y que la lleva, después de la guerra, a defenderlo frente a las acusaciones de haber apoyado las ideas nacionalsocialistas.
Un turbulento y luminoso momento
La joven Arendt vive en una Alemania de años excepcionales. La República de Weimar, tras la caída de la monarquía y el aplastamiento de la revolución espartaquista de 1909, es un tiempo de efervescencia. Bullen los movimientos sociales, hay crisis y cambios drásticos; también en el arte y en la cultura. Aparecen el Expresionismo en la plástica y el cine; la Bauhaus, en la arquitectura y el diseño; Brecht y Weill en el teatro y el cabaret; la Escuela de Frankfurt, que da origen a la Teoría Crítica, concentra a figuras como Adorno, Horkheimer, Marcuse y, por cierto, Walter Benjamin, su amigo hasta el trágico fin de sus días. Es un tiempo en que los artistas, la izquierda y los pensadores judíos salen de la marginalidad para estar en el centro del torbellino creativo.
Ella observa y estudia. Lo hace con varios de los grandes del pensamiento filosófico; se titula con una tesis dirigida por el propio Karl Jaspers, se separa de Heidegger, maestro y amante, y se casa con Günther Stern, con el que se instala en Frankfurt, donde estudia a la también intelectual judía Rahel Varnhagen, asimilada del Romanticismo; se interesa en el marxismo y empieza a analizar la exclusión de los judíos.
Pero la República de Weimer termina con la llegada de Hitler al poder. En 1933, tras estar ocho días en manos de la Gestapo, Hanna logra huir, llegar a Francia donde ya está instalado su marido y librar a su madre de un destino fatal.
Ella se vincula. Esta vez a los grupos de pensadores judíos que se reúnen en el exilio francés y a una organización sionista que ayudaba a jóvenes judíos a huir a Palestina. En 1937 le quitan la nacionalidad alemana y se convierte en apátrida, condición que considera de máxima vulnerabilidad y en la que perdurará hasta 1951, cuando EE.UU. le reconoce ciudadanía.
Divorciada de Stern, se casa en 1940 con Heinrich Blücher, con quien comparte vínculos con los refugiados alemanes. Cuando la garra nazi llega a Francia, el mismo año de su segundo matrimonio, y la mayoría de los extranjeros de origen alemán ha caído en las listas de deportación elaboradas por las autoridades galas, es llevada al campo de internamiento de Gurs en calidad de “extranjera enemiga”. Tras poco más de un mes de reclusión, escapa.
En mayo del 41 llega a EE.UU., país donde muere en 1975, no sin antes abrirse un destacado espacio como intelectual, académica en prestigiosas universidades y corresponsal. Nunca deja de lado su identidad y, a la par que continúa su reflexión sobre la condición de parias de los judíos, promueve la difusión de su cultura.
Lo central de su pensamiento
Diez años después de su llegada a EE.UU., publica El origen del totalitarismo, donde plantea que los totalitarismos alemán y soviético son inéditos en la historia de la Humanidad y que los “niveles de crueldad” que han sido puestos en práctica “sólo se habían imaginado en las descripciones medievales del infierno”.
Pero, sin duda, el punto mayor de su obra es el informe que preparó, para el periódico The New Yorker, sobre el juicio a Adolf Eichmann, criminal de guerra nazi, capturado por el Mossad en Buenos Aires donde vivía una falsa y pacífica existencia, bajo otro nombre e identidad. En él expone sus conclusiones sobre lo que denomina “la banalidad del mal”.
Considerado pieza clave para entender no sólo la Shoá –uno de los mayores genocidios del siglo XX– sino también los posteriores, Eichmann en Jerusalén es un estudio sobre las condiciones en que el mal se transforma en una cuestión de burocracia, de corriente “obediencia debida”, donde quedan suspendidas tanto la conciencia del “otro” como el derecho a la vida. Tema que reverbera claramente en el Cono Sur de América Latina, su reflexión plantea la necesidad de establecer un tribunal internacional destinado al juicio para este tipo de criminales, cuyas acciones, si bien no son justificables, encuentran su lógica en los principios que animan a los totalitarismos.
Arendt plantea tanto la “normalidad” de quienes ejecutan políticas de exterminio en estados totalitarios como la doble imposibilidad de olvido de sus acciones y de castigo real a ellas. Y deja establecido su carácter de precedente. Con esto borra con un plumazo de brutal realismo la esperanza del “nunca más”, estableciendo que si alguna vez existió un horror así de frío, un mal así de banal, así de radical, un exterminio planificado con criterios de producción industrial, puede volver a existir.
Por su lucidez y frontalidad, por muchas décadas el texto de Arendt incomodó a la comunidad judía: si ya no le perdonaban lo que mal entendían como argumentos en pro de Eichmann, menos aun le disculpaban el haber planteado el rol de los Consejos Judíos –instancias creadas por el régimen nazi en los países ocupados– en las deportaciones y en otras situaciones en consonancia con las políticas de exterminio.
Así, Arendt con su descarnada visión se transformó no sólo en una intelectual inapropiada, sino en paria por segunda vez, ahora al interior de su propio pueblo, que tardaría mucho en ponerla en el panteón de sus grandes, donde el pensamiento humanista occidental ya la había instalado.
* María Eugenia Meza Basaure. Periodista y editora chilena. Trabajó en prensa escrita dedicada a temas de cultura y género, para luego comenzar a editar textos de ciencias sociales en instituciones internacionales, de gobierno y ONG y centros de estudios de mujeres. Este año ha vuelto a la cultura como Coordinadora de Difusión y Formación de la Cineteca Nacional de Chile.