Alejandra Pizarnik bajo el prisma de Claudia Carmona Sepúlveda*
“No sé lo que quiero, sólo sé que salto, que salteo,
que hay un abismo entre dos orillas y que lo importante es el abismo
y que el salto es mi cobardía como lo es la orilla
y mi impaciencia por alcanzarla” (1).
Al abordar la página en blanco, recuerdo una pregunta formulada tiempo atrás por un amigo: ¿Por qué la Pizarnik? Quizá esperando que le traspasara la inquietud para lanzarse a leerla con algo de la avidez que observaba en mí, pedía razones allí donde hay también sensaciones, vivencias individuales incluso, que pueden inclinar a un lector hacia un determinado autor. Hacer el ejercicio de atisbar qué elementos objetivos en la obra de Alejandra Pizarnik explican la verdadera fascinación que ejerce sobre algunos, acaba siendo casi una forma de homenajear uno de sus más notables atributos: el querer entenderlo todo.
Y es la primera gran razón también. Porque Flora Alejandra Pizarnik (Buenos Aires, 1936-1972), la poeta de origen ruso-judío, cuya familia llegó a Argentina vía Francia, escapando de la persecución nazi, creció viendo a su padre aferrado a una radioemisora gala que traía noticias de la guerra, escuchando canciones de Edith Piaf y, de manera progresiva, leyendo. Según recuerda su hermana Miriam en una entrevista, la madre frecuentemente les daba diez centavos para que se compraran un libro y mataran así las tardes de tedio después de la escuela. La menor de las Pizarnik los devoraba. Ya en la secundaria, en la Escuela Normal de Avellaneda, sumaba lecturas de Marcel Proust, poetas modernistas, ensayos y se interiorizaba en los postulados de Jean Paul Sartre -en español y en francés-, del existencialismo y del psicoanálisis. Y escribía. Cada noche, leía y escribía.
Que se anotara en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires era un derrotero natural a sus ansias por aprender. En los cursos de Literatura y Filosofía que tomó allí (varios, todos inconclusos) fue ampliando su acervo y desarrollando una de sus muchas angustias: mientras más leía y aprendía, más pequeña se sentía; descubrir la infinidad de rizomas por los que debía seguir indagando le fascinaba y abrumaba a un tiempo. ¿Cómo abarcar más? ¿Cómo abarcarlo todo? ¿Cómo llegar a comprender a los grandes? Y a escribir como ellos…
El apetito intelectual devino en hambre cuando conoció a Juan Jacobo Bajarlía, su profesor de Literatura Moderna, quien le abrió las puertas a las vanguardias, en particular, al Surrealismo. Y a su corazón.
Tenía apenas 18 o 19 años. Y descubrió que la poesía era mucho más que Rubén Darío. Había nuevas formas y nuevas concepciones posibles para el verso. Se nutrió del Simbolismo de Baudelaire y quedó marcada a fuego por Lautrémont. Vibró con Rimbaud. Le impactaron Tzara y Breton. Del Surrealismo tomó la determinación por convertir su vida en una obra de arte. Poesía y vida una misma cosa.
Su impaciencia por aprender y su hábito de lectura desenfrenado chocaban con el estudio metódico, guiado, por lo que desertó de la academia; en cambio, puesta a escudriñar en los libros a su propio ritmo, su tranco era más largo. Tomaba notas, rayaba, marcaba, establecía relaciones y elaboraba certeros juicios en crítica literaria.
El primer gran elemento es, pues, la lucidez, la claridad de análisis que llegó a desarrollar la Pizarnik; no en contradicción con su ser atormentado, ni en paralelo; sino precisamente explicadas por éste.
Pulsión por escribir. Escribir por pulsión
Alguna vez quiso renegar de su insistencia en atender el llamado. ¿Por qué no ser simple, anhelar un hombre, una familia y tardes de confitería con los niños?
En 1955, con el apoyo de su padre, publicó su primer poemario, La tierra más ajena. Había acudido al llamado.
Allí está la Alejandra fragmentada. Aludiendo al deambular de sus ancestros por varios territorios y países antes de llegar sus padres a Argentina y concebirla allí (como pudo ser en otro lugar), señaló en una ocasión que ella era de todos los sitios y de ninguno; que moléculas de diversos seres la conformaron, condenándola a una eterna búsqueda de raíces.
De los varios llamados a los que respondió Alejandra, tal vez el mayor, porque contiene a los demás, sea la invocación a mirarse a sí misma.
No le gustaba lo que veía, pero se buscaba. En algún punto entre la infancia y la muerte, sus dos más recurridos motivos líricos, habría de encontrarse. La escritura para ella era un camino hacia un destino algo difuso, o cambiante, a veces era el amor, muy a menudo la literatura y con no menor frecuencia la muerte. Pero había que recorrerlo.
“Esta espera inenarrable, esta tensión de todo el ser, este viejo hábito de esperar a quien sé que no va a venir. De esto moriré, de espera oxidada, de polvo aguardador(2)”
La introspección (que ejercitaba además con su sicoanalista) iba quedando registrada en sus Diarios y alcanzaba la esfera creadora. En ellos se comprueba, por un lado, la implacable autocrítica que ejercía Alejandra sobre su propia escritura, que era a la vez maldición y anhelo, y, por otro, que quien se anotó en la historia de las letras argentinas como poeta, la que era capaz de meter una vida en dos versos (“explicar con palabras de este mundo / que partió de mí un barco llevándome(3)”), aspiraba en realidad a la prosa:
“La prosa, la prosa. La prosa me obsede, el día me deprime. Urgencia por escribir en prosa, no en una prosa extraordinaria, sino en una simple, buena y robusta prosa inaccesible para mí de una manera tan total que la sacralizo. ¿Y dentro de la prosa? ¿Qué pasa con lo de dentro de la prosa? No pasa nada. Por eso no puedo escribir en prosa(4)”.
“La poesía es una introducción. ‘Doy’ poemas para que tengan paciencia. Para que me esperen. Para distraerlos hasta que escriba mi obra maestra en prosa(5)”.
Del otro llamado al que acudió se ha dicho ya bastante. Alejandra Pizarnik se sentía ligada a la muerte de una manera tan vital (y no es un oxímoron gratuito este), que la interpelaba como a su hacedor: “Tierra o madre o muerte, no me abandones aun si yo me he abandonado(6)”. Pero éste lo desoyó largamente. Se le olvidaba suicidarse, dijo, distraída en otras tareas. En ocasiones era a la inversa, la certeza de la muerte postergaba el goce de la vida:
“Imposible amar la tarea presente, hay un perpetuo anhelo de finales rotundos, muerte y resurrección(7)”.
Ésa es la segunda gran razón. ¿Que por qué la Pizarnik? Porque nos seduce su determinación a la escritura, su pulsión por escribir, su escribir por pulsión, que no es lo mismo, pero es (casi) igual. Porque escribir y respirar en ella fueron uno, y eso es algo que escapa de las páginas de sus libros y nos envuelve, nos cautiva y hasta embriaga. Lo que hay de fascinante en la Pizarnik es su hambre por abarcarlo todo, por conocerlo todo, el mundo y a sí misma. Tan literalmente como pueda ser entendido, la poeta-niña de Avellaneda escribió su historia.
¿Que por qué la Pizarnik? Porque Alejandra Pizarnik, finalmente, sí hizo de su vida un gran poema, con lucidez y discernimiento, hasta el fin.
Su muerte fue también su obra.
(1) Pizarnik, Alejandra. Diarios. Lumen, Buenos Aires, 2016, pág. 360 (23 de abril de 1964).
(2) Pizarnik. Op. cit., pág. 197 (24 de marzo de 1961).
(3) Pizarnik, Alejandra. Poesía Completa. Lumen, Buenos Aires, 2005, pág. 115.
(4) Pizarnik. Diarios, 2016, pág. 353 (3 de enero de 1964).
(5) Pizarnik. Diarios, 2016, pág. 367 (19 de junio de 1964).
(6) Pizarnik. Poesía Completa, 2005, pág. 442.
(7) Pizarnik. Diarios, 2016, pág. 359 (6 de marzo de 1964).
* Claudia Carmona Sepúlveda. Licenciada en Lingüística, U. de Chile; Magíster en Escritura de Guiones para Cine y TV, U. Autónoma de Barcelona. Experiencia en producción y programación de TV, gestión cultural y docencia superior; articulista de publicaciones culturales; libretista, entrevistadora, productora y conductora de programa radial de literatura. Editora general de AguaTinta.