La polaridad del ser
Por Claudia Carmona Sepúlveda
Mujer para algunas culturas, hombre para otras, la Luna es en las más diversas tradiciones representación metonímica de la noche, y ocupa un extremo del lazo en cuyo opuesto se instala (consecuentemente, masculino o femenino) el Sol, como materialización del día. La idea recurrente de la persecución que protagonizan estos astros por el firmamento lleva implícito, para algunos grupos humanos, el castigo que el hombre intenta aplicar a la mujer por una traición que también presenta variados matices entre una latitud y otra, pero que las hermana en la instauración del patriarcado.
Aunque se saludan al cruzarse de lejos, durante el crepúsculo y al alba, tampoco se dan alcance Noche y Luz de Día en el “gran vestíbulo de bronce” que Hesíodo describe en la Teogonía, pues “cuando una va a entrar, ya la otra está yendo hacia la puerta, y nunca el palacio acoge entre sus muros a ambas”. Análogas interpretaciones vierte la mitología selk’nam, así como la vikinga y la de los inuit, aunque para estas dos últimas, Sol, procreador, es mujer y Luna es hombre.
Lo que sí trasciende a una y otra culturas es la explicación de la vida a partir de dualidades: la luz y la oscuridad, el cielo y la tierra, el bien y el mal, el todo y la nada. El mismo origen del mundo se ha explicado a partir de la lucha entre el caos y la calma. Cada uno carece de las características de la contraparte; se definen, pues, por oposición, y esto es, precisamente, lo que los une en una relación de necesidad ontológica: ser lo que el otro no. Ser porque existe un otro.
El Cuarto Gran Principio Hermético contenido en el documento anónimo llegado a nuestros días como Kybalión, encuentra solución en el concepto de polaridad, según el cual calor y frío son los extremos de un mismo lazo y temperaturas intermedias son grados, expresión de mayor o menor proximidad a uno de ellos; entre la luz y la oscuridad está dispuesta toda una gama de matices que denominamos colores.
A nivel de signo lingüístico, lo propio hicieron el positivismo y el estructuralismo de fines del siglo XIX y principios del XX, aislando el significante en unidades mínimas distintivas, noción que encontraría en los “pares en oposición fonológica” del lingüista ruso Nicolai Trubetskoi el correlato de este definirse en función de un opuesto. En los estudios semánticos son los rasgos de significado los que acercan o distancian conceptos como frío y calor, que la cosmovisión taoísta asocia, respectivamente, al Ying, la fuerza negativa, femenina y húmeda, y al Yang, la fuerza positiva, masculina y seca, que, sin embargo, se buscan.
La desaparición del opuesto que nos define y justifica es también la nuestra. Que Helios dé caza a Selene, desandando eslabón a eslabón la cadena que los une, desatando nudo a nudo el lazo que los separa, significaría ni más ni menos que la negación de su propia existencia, un encuentro que, en este caso, podría apagar para siempre el Sol y la Luna.