Akira Kurosawa bajo el prisma de Benito Martínez-Martínez
El soñador que caminó sobre la cola del tigre
A la memoria de mi padre
Una fresca tarde de mi infancia, mi padre me llevó a ver El Bravo, una de esas películas en que Toshiro Mifune cortaba brazos y cabezas como si se tratara de caña de azúcar, razón por la cual los filmes de Tarantino no me impresionan demasiado. El nombre real de la película –aparentemente la manía de adaptar en lugar de traducir los títulos es internacional– es Yojimbo, conocida también en castellano como El mercenario, un clásico de Akira Kurosawa.
Se sucedieron otras. En aquella época las películas del oeste iban siendo sustituidas en los cines habaneros por las “de samuráis” y los espantosos bodrios soviéticos de guerra, donde a cada vez una muchacha de trenzas muy largas despedía a un hermoso soldado en el andén de una estación de trenes y aparecían perros y tanquistas. Así vi Sanjuro y Los siete samuráis, esta última, la película preferida de mi viejo, también de la mano certera de Kurosawa, aunque se sumaba la serie de Ichi, el masajista ciego, y otras de menor calibre.
Los niños dejamos las pistolas en casa y nos entrenábamos –en mi caso, en el popular parque Trillo de mi barrio de Cayo Hueso– a darnos tortazos más o menos dolorosos con nuestras flamantes espadas de plástico recién traídas por los reyes, sin que nadie considerara el juego como peligroso, traumatizante o pedagógicamente inadecuado, ni viera en ello una fuente de futuros comportamientos violentos o antisociales. Aunque salvajes, sí que éramos bastante, y tan felices.
La leyenda del Judo, la primera de las películas del cineasta japonés, me dejó importantes marcas en la infancia y quizás para toda la vida: la historia de Sanchiro Sugata, su paciente aprendizaje de los elementos de la naturaleza, la forma de caer de un gato, la flexibilidad del sauce… Y allí nos fuimos mi padre y yo al dōjō del profesor Bugallo, un viejo severo y cascarrabias, con nuestros judoguis hechos de sacos de azúcar –que podían decir “azúcar refino” o “Hecho en Cuba” en una pierna o la espalda– a aprender el arte de los Osoto-garis y los Kata-gurumas y a andar “El camino de la flexibilidad”. Las artes marciales se quedaron para siempre en mi vida gracias a Kurosawa.
Akira, nacido en marzo de 1910, hijo de una familia acomodada y descendiente de samuráis, llegó al cine por un camino sinuoso: tuvo que desencantarse de su supuesto talento para la pintura y devorar cientos de obras literarias, con preferencia por Doitoievski y los rusos. Su padre, egresado de la primera academia militar del país, fue un aficionado al deporte y un experto en artes marciales; su madre, una mujer descrita como sumisa y abnegada, provenía de una familia de comerciantes de Osaka; de este cuadro familiar clásico del Japón de hace un siglo, brota este séptimo hijo, rompiendo, como un retoño rebelde, una tradición preestablecida.
Hay muchos combates en las películas de Kurosawa, combates a veces espectaculares, no se trata de la violencia como espectáculo, sino de la búsqueda del camino de la vida. Hay muchos combates en la vida, físicos, psicológicos, espirituales. Los filmes del japonés nos muestran al hombre en su agonía por abrirse un camino, la crueldad de las circunstancias y la habilidad, la fuerza y el valor necesarios muchas veces para sobrevivir, para lograr un objetivo, para defenderse o defender a los más débiles. Aunque ambientadas muchas de ellas en el Japón medieval, nos hablan de un mundo que está cotidianamente con nosotros.
En una ocasión, ya saliendo de la adolescencia, entré a un cine sin preocuparme por saber qué película pasaban, sólo por variar algo en mi vagabundeo por la ciudad y disfrutar del aire acondicionado. Luego de pasar la segunda puerta tuve ante mí la enorme imagen de la pantalla en blanco y negro, la película ya había comenzado y el cuadro que vi me provocó una reacción espontánea: “esto es Rashōmon”, me dije.
Era Rashōmon. Poco tiempo atrás había leído los cuentos de Ryūnosuke Akutagawa reunidos en un pequeño volumen bajo ese título y no tengo que explicarme hoy la razón del éxito internacional del filme, que obtuvo en 1950 el León de Oro de Venecia y, un año después, el Oscar a la mejor cinta extranjera: hasta hoy, es la mejor, la más creativa y a la vez fiel adaptación al cine de una obra literaria que haya visto.
Kurosawa, muerto en septiembre de 1998, fue un soñador errático y un poeta de la imagen; acusado por unos de nacionalista y por otros de “demasiado occidental”, pena por encontrar un lugar en el cine de su país y fue difícilmente reconocido en el extranjero en sus primeros tiempos, hasta que cineastas tan populares como Lucas, Coppola o Spielberg admiten públicamente la influencia del japonés sobre su trabajo e incluso lo apoyan en sus momentos difíciles. Busca una ética de vida, una forma de existir de acuerdo al código Bushidō, que ha aprendido de niño, en un mundo que ya no es el mismo y en un Japón que se occidentaliza, perdiendo en el proceso muchos de sus valores tradicionales.
Su mirada sobre el Japón y el mundo está teñida de melancolía. De Los hombres que caminan sobre la cola del tigre, de 1945 a Sueños, de 1990, la tristeza y la añoranza por una cierta idea de su nación se va afinando. No están muy claras las razones que condujeron a la prohibición de la primera, un imaginativo mediometraje de 58 minutos, desde su realización hasta 1952. Algunos dicen que las autoridades norteamericanas de ocupación vieron en ella una apología de la grandeza del Japón, derrotado en la guerra, otros perciben cuestiones éticas o morales. En definitiva, como en otras cintas del mismo autor, se trata del tema de la doblez y el uso de máscaras –materiales o morales–para conseguir un objetivo.
¿Buscar una lógica lineal en el territorio de lo onírico? Empezamos mal. Sueños no es otra cosa que un poema cinematográfico en ocho versos como ocho historias. Debe ser vista como se lee la poesía, especialmente los tan japoneses haikus, que parten de una profunda introspección y de una percepción de la realidad que pasa por una actitud meditativa; debe ser mirada como la pintura abstracta o escuchada como la música de vanguardia. Y, a propósito del término “sueño”, aquí nos vemos ante una traducción aproximada del original japonés que nos revela más bien ese estado de semivigilia que se produce durante la meditación Zen.
La luz del sol a través de la lluvia, El huerto de ciruelos, La tormenta, El túnel, Cuervos, El monte Fuji en rojo, El demonio lastimero y La aldea de los molinos de agua se alinean como los colores en el arcoíris de Kurosawa, nos muestran esa mezcla entre la nostalgia por el Japón tradicional, con sus paisajes, vestiduras y leyendas, así como la influencia de la cultura occidental y la admiración por Van Gogh, el pintor, el personaje, su luz y sus tonalidades. El conjunto de historias/versos dibuja una fuerte metáfora sobre el lugar en el mundo del Imperio del Sol Naciente.
Pasan ante nosotros los diversos matices de la espiritualidad del autor, de una sensibilidad artística que busca fluir en imágenes y sonidos, a veces con violencia, otras con particular lentitud, siempre con ese halo melancólico de quien se lanza a la creación con una conciencia brumosa de los múltiples riesgos que, en términos espirituales, pero también políticos y económicos, ésta significa. Asume el peligro de desvelarse un hombre que no logró morir por suicidio veinte años antes, atribulado por el fracaso y la incomprensión.
Tantos años después, volviendo a ver el cine de Akira Kurosawa, las imágenes me traen de nuevo andando al lado de mi viejo las decenas de metros que nos separan del cine del barrio, pasando por la farmacia, la tintorería y el expendio de jugo de caña –el sabroso guarapo–, con ese paso de samuráis errantes que llevamos, moviendo los hombros como Toshiro Mifune. Él me lleva a conocer la magia del cine, siempre idealista, siempre por delante de los avatares de la vida, defendiendo sus sueños y los nuestros sin importarle los riesgos, como un soñador que camina sobre la cola del tigre.