Gotas de tinta

Antonio Saura. Negar el tiempo, la historia y la cultura

Por Claudia Carmona Sepúlveda

Antonio Saura hizo de la desestructuración el elemento base de su construcción pictórica: descomponer para figurar no ya rostros, sino espectros de ellos, desarticulando, de paso, toda pauta clasicista en el arte y todo estereotipo en la cultura oficial del régimen franquista. Así lo ejemplifican sus Retratos imaginarios, en especial sus representaciones de Felipe II, sempiterno motivo de pinceles predecesores, trabajo serial en el que señala que su “personal repulsa es practicada con delectación y ternura”. Su postura, que se autoproclama crítica y rupturista, hizo blanco en Francisco Goya, cuya pintura El perro le identifica en su desamparo hasta el empecinamiento, y en Diego Velázquez, de quien le obsesiona su Cristo crucificado. Toma de ellos, no obstante, algunos elementos, como la presencia del negro, que utilizará en una blasfema explosión de trazos gruesos, según algunos, como modo de expresar su propia angustia. Hastiado del arte de museo, convirtió la tela, pero también el papel, en instrumento de la polémica.

Saura se autoimpuso como inclinación intelectual el negar el tiempo, la historia y la cultura, resistiéndose a toda adscripción. Sin embargo, en la que pudiera parecer su más grande y consecuente rebelión, yazga tal vez el más noble rescate formal que haya protagonizado el irreverente pintor oscense. Cuando en 1981, bajo el gobierno de Leopoldo Calvo-Sotelo, el Guernica, de Pablo Picasso, fue devuelto a la Península, recuperado por el Estado español desde un salón del Museo de Arte Moderno de Nueva York, donde permaneció por azarosas razones durante 42 años, Antonio Saura escribía: “Detesto el Guernica porque es un cartelón y porque, como sucede a todo vulgar cartelón, su imagen es posible copiarla y multiplicarla al infinito. Detesto el Guernica porque es el único cuadro histórico de nuestro siglo, no porque representa un hecho histórico, sino porque es un hecho histórico”.

El libelo Contra el Guernica, en el que Saura desata una violencia verbal que a simple vista engaña, acaba finalmente por erigir la ética del artista y renegar de la utilización que la casta política hacía de la obra de Picasso, con lo cual no hace sino adscribir al tiempo y la historia que la vieron nacer. Un retrato de derrota que le duele “porque en su regreso no ha habido intencionalidad política (…), porque va a ser protegido contra los extremismos de ambos signos”, cercenado su contexto; un indicio de que el arte político podría corresponder a un arte en situación, cuyo mensaje no sólo muta en el tiempo sino que puede, incluso, invertirse.