Bello, que no sublime
Por Claudia Carmona Sepúlveda
Desde algunos frescos que sobrevivieron a las cenizas del Vesubio, en Pompeya, hasta Botticelli; desde Rubens o Goya hasta Delacroix o Magritte, el pincel de grandes y no tan grandes artistas ha asentado la figura de la mujer como fuente de inspiración y objeto de contemplación. Con mayor o menor fidelidad a las formas recreadas, el desnudo femenino, mediado, claro está, por ideales culturales de belleza, ha sido un imperativo en la pintura. Sinuosas convexidades, una gestualidad generalmente comedida y la presunción de ciertas texturas e, incluso, de cierta cadencia, trascienden al tiempo y miran, sin ver, al observador de nuestros días. Se perpetúa una relación que, en algunos casos, tiene destellos de veneración y parece querer sublimar aquello que, de tan simple, universal y pequeño, no puede aspirar más que a ser bello.
Establecido ya que los atributos de belleza asociados al cuerpo de la mujer han sido elaborados desde lo masculino; que lo mismo ha ocurrido con su rol; que son generaciones y generaciones de una mirada que las educa en el éxito o fracaso de la seducción o de la mera aceptación, instaurando categorías exógenas y moldeando su propia percepción de belleza, es decir, un concepto de femineidad que adquiere significación desde lo no femenino, tenemos que, además, éste se consolida con el didáctico apoyo de obras brotadas de manos viriles y es reproducido por las mismas féminas, en sus siempre más escasas incursiones en la creación artística. Y hablamos de todas las artes, pues la pluma del poeta aporta significativamente a este constructo, como en los versos de Miguel Hernández:
¡Ay qué ganas de amarte contra un árbol,
¡ay qué afán de trillarte en una era!
Es el sentido de posesión no sobre una mujer, la mujer, sino sobre ésta como idea, incluso como ideal, que se manifiesta, también, en la bastante poco implícita fundación de parámetros de belleza físicos y conductuales, una suerte de estatuto, un modelo al que aspirar. Se la construye y se la posee; es ella la obra en sí, un concepto unívoco y exacerbado. Esta abstracción es, entonces y efectivamente, fuente de inspiración y objeto de exaltación, pesada carga para el género; y su representación artística es, por su parte, instrumento de socialización de lo que debe definirla. “Lo sublime conmueve; lo bello encanta”, dijo Immanuel Kant antes de observar que “lo sublime ha de ser siempre grande; lo bello puede también ser pequeño”.
Y ¿no es, acaso, cada mujer, una criatura particular, tan imperfecta y pequeña como cualquier otra?
Un ser bello, que no sublime.