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Dostoievski o los cómplices de Raskólnikov

El 31 de enero de 1881 –conforme al calendario ortodoxo ruso–, un número sin precedentes de personas se congrega en el monasterio de Alexander Nevski, San Petersburgo, para despedir a un gigantesco novelista. Al momento de su fallecimiento, Fedor Dostoievski ha alcanzado la más elevada cumbre a que puede aspirar un escritor, ungido por su propio pueblo que lo considera casi una divinidad. Durante varios días acuden multitudes y no se trata de un santo ni un profeta; apenas un contador de historias que ha sabido interpretar y encarnar el alma y la conciencia de su tribu. El embajador de Francia en Moscú, vizconde E. M. de Vogüé, en su libro Le roman russe describe el funeral como una especie de apoteosis; relata que entre los miles de jóvenes que seguían el cortejo, se podía distinguir incluso a los nihilistas, los adversarios más recalcitrantes de las creencias del escritor. Y Anna Grigórievna, viuda de Dostovieski, señala que incluso “los diferentes partidos se reconciliaron en el dolor común y en el deseo de rendir el último homenaje al autor de Crimen y castigo”.

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