El yo objeto y el tiempo
Por Claudia Carmona Sepúlveda
Un ejercicio de data sólo mediana en la vida del hombre y en el arte es el intento por pasar de observador a ente observado, por lo general no en términos excluyentes, sino deviniendo objeto sin dejar de ser sujeto, volcar la mirada sobre quien mira, convirtiendo el acto estético en un círculo, aunque Borges, por ejemplo, haya elegido la línea recta: cruzar la calle, mirarse desde la acera de enfrente y referirse a sí mismo en tercera persona, en Borges y yo. Distinta opción tomó Neruda en su Autorretrato, poema que pasa de la simple prosopografía, “duro de nariz,/ mínimo de ojos, escaso de pelos/ en la cabeza, creciente de abdomen,/ largo de piernas”, a la descripción vía etopeya contenida en los versos “inoxidable de corazón”, o “incansable en los bosques, /lentísimo de contestaciones,/ ocurrente años después”. Aquéllos dando cuenta del ser cosificado, y éstos del ser complejizado. O, desde otra perspectiva, los primeros acotados a un momento; los últimos articulados con el paso del tiempo.
Para cuando el hombre tomó conciencia del yo y el otro, es decir, para cuando daba un paso adelante en su proceso de maduración como especie, estaba aún en pañales en materia de manifestaciones artísticas; debió esperar aún varios siglos para desarrollar las artes, y lo hizo desde una nueva infancia, iniciando ahora un lento crecimiento que dejara atrás la representación del mundo observado y diera paso a la de sí mismo, el ‘estadio del espejo’ del arte, en términos lacanianos. La pluma escogieron unos; el pincel, otros, para plasmar la propia figura, cuando menos según refiere la historiografía del autorretrato, el más antiguo de los cuales dataría de la Edad Antigua y habría sido concebido en Egipto. Hoy las disciplinas plásticas, sometidas por la historia a diversas tendencias y estilos, parecen haberse acercado a una búsqueda tradicionalmente asociada a la literatura, cuando el pintor pretende capturar no sólo sus rasgos, gestos y expresiones, sino también la atmósfera vital que le acompaña para volcarla sobre la tela. Ejemplo de ello son los varios autorretratos de Pablo Picasso, concebidos en el curso de 78 años, y en los que pasea por el cloisonismo, la pintura figurativa, el cubismo o el expresionismo extremo. En unos representó su rostro, su mirada; en otros expresó su postura ante la vida y el arte. Pero son y seguirán siendo instantes atrapados en color; una seguidilla de ellos podría quizá constituir un retrato del ser, lo que una autobiografía consigue –o debería conseguir– en una obra única. Son la representación de un momento en la pintura y la de una vida en las letras, o, dicho de otro modo, la sincronía del autorretrato y la diacronía de la autobiografía, dos abordajes complementarios, que no opuestos, del yo en el arte.