El arte como ejercicio de conciencia
Por Claudia Carmona Sepúlveda
La obra del artista plástico francés Marcel Duchamp (1887-1968) es un correlato de su tiempo y espacio: principios del siglo XX y una Europa que desechaba planteamientos estéticos, elaboraba manifiestos e impulsaba vanguardias. A ese contexto, el normando hizo sus propios aportes escudriñando en la naturaleza del vínculo entre arte y conciencia. Muy joven se inició en el dibujo humorístico, tomó y abandonó estudios formales de pintura y, tras pasar por una etapa fauvista, recibir el influjo de Matisse y Cézanne y aterrizar en el cubismo, se propuso abolir la perspectiva, iniciando, en el verano de 1913, el bosquejo de una obra que le tomaría una década, Novia puesta al desnudo por sus solteros.
El proceso, tanto como la elaboración de una propuesta basada en el azar y reflexiones surgidas de otras piezas desarrolladas en ese mismo período, fue vertiéndolos en notas aclaratorias. “Si un hilo recto horizontal de un metro de longitud cae desde un metro de altura sobre un plano horizontal, deformándose a su capricho, da una nueva figura de la unidad de longitud”, señalaba en 1914, para agregar a continuación que “tres ejemplares obtenidos en condiciones bastante similares, en su consideración uno por uno, son una reconstitución aproximada de la unidad de longitud”. El movimiento de la caída libre se hace, así, estático, bidimensional y fortuito, y es producto de un ejercicio de intervención voluntaria que recrea el objeto, ese “azar puro [que le] interesaba como una forma de ir contra la realidad lógica”, según afirmaba. “Si propongo ir contra las leyes de la física, de la química (…) es porque las considero eminentemente cambiables. Incluso la gravedad es una forma de coincidencia o de cortesía, puesto que sólo por condescendencia un peso es más denso en la bajada que en la subida”.
“En 1913 tuve la feliz idea de fijar una rueda de bicicleta sobre un taburete de cocina y mirarla girar (…). No tenía una razón determinada para hacer eso, ni una intención de exposición, de descripción (…). Esta máquina no tiene otro fin que deshacerse de la apariencia de la obra de arte”. De esa forma explica parte de las consideraciones que le llevaron a concebir la pieza que ocupara diez años de trabajo, que, por su disposición, ha sido también llamada El gran vidrio. Atrapando entre dos cristales manufacturas de alambre, óleo y otros materiales, altera el concepto tradicional de representación espacial y relega a un segundo plano los valores de profundidad y perspectiva propios de la retina, con lo que antepone al acto estético el extrañamiento del objeto y obliga al hombre a cuestionar el acto de mirar y a elevarlo a la esfera de lo consciente.
La creación, entusiastamente celebrada por los cultores de esa escuela, inscribió a Duchamp en el surrealismo, recreador por antonomasia de la realidad.