Gotas de tinta

La niña de los escombros

Por Claudia Carmona Sepúlveda

 

Si tus fotos no son lo suficientemente buenas, es que no te has acercado lo suficiente.

(Robert Capa)

Hacia 1930, en las calles de su Budapest natal, Endre Ernö Friedmann absorbía los rudimentos de un arte cuyos principios se remontan al siglo V AC: escribir con la luz. Encandilado con la magia de la fotografía, fue incorporando elementos de composición y escuchando consejos que moldearon su concepción de la vida en general y de la suya en particular, ésa que acabó por convertirlo en el corresponsal gráfico Robert Capa, el que un día retrataba la muerte de un soldado en el frente y, al siguiente, atrapaba la ternura de un beso de despedida o la mirada sin expresión de una niña catalana que descansa sobre fardos durante la evacuación de Barcelona, en plena Guerra Civil Española. Allí, como en Italia, París, Omaha e Indochina, a costa de su propia vida, se acercó lo suficiente. Al otro lado del Atlántico, John Ernst Steinbeck Jr. vivía la Gran Depresión y tomaba notas sobre la desesperanza, para escribir, años más tarde, relatos de esperanza que llegaron a granjearle el Premio Nobel.

En tiempos de guerra se muere o se vive de la muerte. Esta última fue la opción que tomaron el húngaro y el escritor como corresponsales del New York Herald Tribune, que en 1947, apenas tres años después de la más larga batalla de la Segunda Guerra Mundial, por el control sobre Stalingrado, los envió a recorrer la larga y angosta ciudad soviética, o lo que quedó de ella tras seis meses bajo el fuego de cohetes y obuses. La experiencia, plasmada en el relato de viaje Diario de Rusia, escrito por Steinbeck y con fotografías de Capa, refuerza algunas visiones sobre la destreza de ambos para erigir lo humano por sobre la desolación, para retratar la belleza de lo anónimo, representada en este caso y, con particular propiedad, en la niña que desde la ventana del hotel en que se alojaban veían salir cada mañana a procurarse alimento: “Tenía largas piernas e iba descalza, y sus brazos eran delgados y nervudos, y su pelo estaba enmarañado y sucio. Estaba cubierta de años de suciedad, de modo que parecía muy oscura. Y cuando levantó la cara, vi uno de los rostros más bellos que he visto en mi vida. Sus ojos eran astutos, como los de un zorro, pero no eran humanos (…). Su rostro era de una belleza cincelada y se movía sobre sus largas piernas con la gracia de un animal salvaje”. El novelista no interpretaba ni testimoniaba, sino revivía episodios de hambre.

Uno con la luz, otro con palabras, ambos escribieron imágenes de vida en tiempos de muerte, rescatando de entre los escombros la reciedumbre del alma humana que se erige y reconstruye, simbolizada en el rostro de una niña, el que Steinbeck refiere como “un rostro con el que soñar durante mucho tiempo”.

 

Stalingrado 1947, Robert Capa.