Reseña de cine

La teleserie errante

Por María Eugenia Meza Basaure

 

Raúl Ruiz fue un artista excepcional que dará que hablar por mucho tiempo. Considerado como uno de los más vanguardistas e innovadores creadores del cine mundial después de los 60, es igualmente el más prolífico: los especialistas calculan en más de 120 sus filmes conocidos. Sus obras tienen una vigencia que va, quizá, incluso más allá de lo que él mismo pudo prever.

Hoy hablamos de La telenovela errante, pero se espera que varias de sus películas inacabadas sean encontradas y que sea posible conseguir fondos para terminarlas. Para ello se esfuerza el equipo formado por la cineasta y viuda de Ruiz, Valeria Sarmiento, la actriz y productora ejecutiva Chamila Rodríguez y el audiovisualista Galut Alarcón, principales motores y realizadores del hallazgo y finalización de esta obra que Ruiz filmó en siete días del ya lejano 1990, en un Santiago de Chile entusiasmado por el fin de la dictadura.

Como tantas veces, un encargo fílmico –en este caso, El Infierno de Dante, que Ruiz situó en Chiloé– se transformó en dos obras: el encargo cumplido a cabalidad y este que ahora consideramos, por el momento, como su filme póstumo. Durante el rodaje de El infierno, “ahorró” unas cuantas latas de película, imaginó un taller para directores y actores de cine y televisión y, con todo eso más la idea de que, como lo expresó, “la realidad chilena no existe, es más bien un conjunto de teleseries”, dio origen a esta hilarante, premonitoria y profundamente nacional película que esperó por 27 años su momento de emerger, para hablar por la boca de un realizador muerto que está más que vivo y presente.

Una copia de prueba apareció en la Universidad de Duke, en Estados Unidos; negativos y sonido, en las bóvedas ñuñoínas de la Cineteca Nacional de Chile. El guion, en la casa ruiciana de París. Como el cadáver de Osiris, las partes se reunieron gracias a mucha magia, recursos y voluntades y así pudo Valeria Sarmiento dirigir algunas escenas complementarias, la Cineteca logró restaurar imagen y sonido, y Galut Alarcón finalmente editó.

El filme fue estrenado, aplaudido y premiado este año en el Festival de Locarno, acontecimiento perfectamente buscado, ya que en ese festival comenzó el reconocimiento internacional de Ruiz, con la premiación de Tres tristes tigres, en 1969. Fue también el inicio de su errancia. En Chile, tuvo su primera aparición en el Festival de Cine de Valdivia. Los elogios no han faltado. Sólo es cosa de ver las críticas que reseña la popular página de los amantes del cine filmaffinity.com.

Patricia Rivadeneira, Francisco Reyes y Luis Alarcón

Curiosamente actual, casi 30 años después, la realización no sólo habla a los connacionales. Su humor corrosivo es disfrutado en otras latitudes porque, como dijo Aristóteles hace ya tantos siglos, hablar de la aldea es hablar del mundo. Ruiz fue un gran conocedor del ser humano, de sus flaquezas y grandezas, así como de la pachorra cotidiana. Todo esto está reflejado en La telenovela errante, filme más emparentado con sus películas previas al exilio que con aquellas que realizó a su regreso intermitente al país. Está presente el mismo humor, el captar aquella forma tan natural en Chile de hablar sin verbo, o sin sujeto, dejando las frases al completo arbitrio del interlocutor, en la absoluta ambigüedad.

Hilvanada en siete episodios, actuada por algunos amigos muy cercanos de Ruiz, como Luis Alarcón, se va encadenando de un absurdo en otro, prefigurando situaciones en ese momento imposibles de pensar, como el éxito mundial de las teleseries turcas que pasaría también por Chile. O instalando un discurso político que hoy es perfectamente válido, como si el director hubiese tenido una bola de cristal. No es de extrañar esta característica suya: era capaz de ver debajo del agua en las situaciones políticas, gracias a su genialidad y a que ésta le otorgaba una independencia a ultranza.

Estéticamente, el filme está lejos de la suntuosidad de las imágenes de creaciones posteriores; pero comparte características siempre presentes en su cine: la pulcritud de la cámara y cierta vocación para rozar con lo misterioso y secreto, también desde la puesta en cámara y el montaje.

La suma de lo anterior da por resultado una película en la que no es notorio el paso del tiempo ni el hecho de que haya tomas filmadas 30 años después de las primitivas; una película visionaria, entretenida, quizá con algunas debilidades al compararla con su obra posterior, pero con una frescura y una potencia que la equipara con ella.