Memorias de luz y oscuridad
Por Claudia Carmona Sepúlveda
Antes de alcanzar su envergadura definitiva, en volumen y trascendencia, la potencia con que irrumpió En busca del tiempo perdido hizo a su autor abortar algunos trabajos iniciados previamente que sólo vieron la luz muchos años después. Es el caso de Contra Sainte-Beuve, una serie de reflexiones concebidas por Marcel Proust entre 1908 y 1910, relativas a la obra de Charles Baudelaire y editadas recién en 1954. Según el burgués narrador parisino, buena parte del genio del poeta maldito residía en su neurosis y era sólo un ejemplo de muchos “sublimes neuróticos que crean obras de las que una estirpe de mil artistas sanos no habría podido escribir un solo párrafo”. En relación al poema Harmonie du soir, señalaba: “¡ah!, ese estremecimiento de un corazón al que se lastima”.
Algún tiempo después, bien podría ampliarse el alcance de esas expresiones al propio Proust. Corazón lastimado, el artista al que nada le faltó, excepto el amor, construyó desde su soledad un universo de imágenes, verdadero reflejo de retrospecciones a un tiempo feliz. En palabras de Walter Benjamin –quien abordara la obra de Proust como traductor y como crítico, resignificando en ella las nociones de ‘memoria involuntaria’ y ‘despertar’–, Marcel “transforma la existencia en un bosque encantado del recuerdo”, a lo que agregamos que construye personajes en los que exorciza sus propios vicios y busca consuelo en un ritmo de trabajo que raya en lo compulsivo.
Si la pluma del creador de Las flores del mal vertió la tinta que acuñó cadáveres, abismos, cenizas y mórbidos miasmas, los cuadernos del narrador del barrio de Auteuil se llenaron de música, paisajes y sensaciones. Por el camino de Swann contiene uno de los cuadros más vívidamente descritos de toda su obra y es cita frecuente entre sus lectores: una taza de té con magdalenas es la llave al mundo proustiano.
Más que por haber nacido en tierra gala, o por su tendencia al exceso, Baudelaire y Proust están unidos por la poesía, por la crítica de arte y las traducciones, territorios que recorrieron distanciados por diez lustros. Sin embargo, quizá por tratarse de neurosis, el primero representó, expulsándolo en versos, ese París sofocante, la bohemia decadente, expurgando su alma sin mediar eufemismos; y siendo simple soledad la suya, el segundo reinventó la Ciudad Luz, construyendo un mundo sin tiempo, su personal paraíso perdido. Ambos escenarios se recrean y reescriben cada vez que alguien acoge esas páginas entre sus manos, tal vez porque le “gusta recordar esas desnudas épocas” de musas jóvenes a las que cantó el poeta maldito, o porque intenta invocar al novelista francés con una taza de té con magdalenas, para no sentirse “mediocre, contingente y mortal”.