Michel Foucault bajo el prisma de Mirsa Acevedo*
Es muy difícil armar un discurso coherente y unitario acerca del pensamiento de Foucault. Es un autor que escapa a las explicaciones generales, no define sus conceptos de modo terminante, sino que articula figuras a partir de la investigación de casos particulares, de historias mínimas, sin construir teorías dentro de las cuales encajar todo. Es lo que llama su “método arqueológico”, basado en su explícito interés de ser nominalista, aludiendo a la polémica contra los universales de la filosofía medieval. Más allá de las implicancias contra la metafísica de esta postura -posición reconocidamente nietzscheana-, lo que me interesa destacar ahora, es la belleza narrativa que ella conlleva. Lo subyugante de los escritos de Foucault radica justamente allí, en el detalle de la referencia, de las descripciones, en el análisis que hace de ciertas obras de arte como El Quijote o Las meninas, en el espanto, en la conmoción que provoca su relato, a veces, y en la maravilla que provoca, otras (como en su lectura de Borges).
En honor a esta característica del autor y porque quiero acotar al ámbito estético-literario, es que me referiré solamente a dos de sus obras, esperando simplemente tentarlos con la lectura directa de ellas. Éstas son Raymond Roussel, (1963) y Las palabras y las cosas (1966). Con esta última, comienza a elaborar un estudio sistemático de la relación entre saber y poder, habiendo concluido con sus investigaciones anteriores sobre psiquiatría y medicina que lo que está en juego en las decisiones excluyentes y autoritarias que se han dado históricamente en este ámbito, es la propiedad del saber. En otros términos: el que tiene el saber, tiene el poder, siendo las ciencias ejemplos paradigmáticos de cómo se constituyen estructuras de saber-poder. A objeto de dilucidar sus tramas, mediante una “arqueología de las ciencias humanas” (subtítulo de este libro), intenta encontrar el discurso que las fundamenta: sus criterios de verdad, que son los que permitirían que cada período tenga una episteme particular. En el prefacio define episteme como el orden que se da cada cultura, el cual le permite pensar, hablar, clasificar, distinguiendo unas cosas y uniendo otras. Busca demostrar con esta noción, que lo que pensamos, e incluso lo que somos capaces de percibir, depende de ese orden cultural que se organiza en ciertas regiones y tiempos, y cambia a lo lejos con grandes rupturas.
Para Foucault, existirían ciertos objetos de conocimiento que se erigirían en “bisagras” entre épocas. Las meninas y Don Quijote, lo serían entre Renacimiento y época clásica; mientras Justine y Juliette, separarían el clasicismo -francés- de los siglos XVII y XVIII, y la modernidad del siglo XIX. Los personajes de Sade le permiten hacer referencia al mundo plenamente moderno y a la interacción entre objeto y sujeto en las nuevas ciencias humanas. Acerca de estas ciencias, investiga sus discursos desde su aleatoriedad y ocultamiento, desvelando sus condiciones de posibilidad, dando cuenta de que no hay objetividad en la relación entre esos discursos y las cosas representadas. Así es como cuestiona la representación como forma de verdad, o, si se quiere, la existencia misma del objeto antes de su relación con el sujeto. Según el mito positivista este sujeto que conoce -y arma un discurso de verdad- tendría solamente que mostrar un objeto cognoscible, cuando -en realidad- más que entre verdades objetivas inmóviles y perennes, el conocimiento circula entre enfrentamientos, conflictos, violaciones a las cosas y juegos de palabras.
Con respecto a la época clásica (nuestro barroco), plantea que esas “condiciones de posibilidad” se basaban en la coherencia entre la teoría de la representación y las del lenguaje, de los órdenes naturales, de la riqueza y del valor; esto cambiaría en el siglo XIX cuando desaparece la teoría de la representación como “fundamento general de todos los órdenes posibles” y por tanto surgen la historia y el lenguaje como parte de la misma, y también lo hace el hombre en tanto nuevo fundamento. Finalmente Foucault menciona un último cambio de episteme que es el que se da con la muerte de este hombre que antes había matado a Dios. El hombre muere cuando se entera de que esa posición de preeminencia no es verdadera; cuando se percata de que el mundo no se mueve por él, sino que él mismo depende de otras fuerzas (la economía, el lenguaje, el poder, el inconsciente, etc.); cuando se revela que el sujeto -macho, blanco, occidental, burgués- es un aspecto más de un ser humano que es una multiplicidad, que es creación y no fundamento. Como dice Marx: “todo lo sólido se desvanece en el aire”.
Raymond Roussel, es una obra anterior, (1963), pero fue preciso dejarla para el final para aclarar los conceptos que provee la posterior. En ella ya es posible observar la génesis de su principio teórico de que los paradigmas son diferentes organizaciones discursivas; que la conformación de la cultura, la comprensión del mundo, se observa en el lenguaje. Por tanto, a pesar de que se refiere a un autor específico, lo que está haciendo es evidenciar una señal clara de cambio de episteme.
Encuentra en la obra literaria de Roussel el momento en que el lenguaje pasa a ser protagonista, su señal es el azar combinatorio:
“Este lenguaje no está construido sobre la certeza de que existe un secreto, uno solo, y es sabiamente silencioso: este lenguaje brilla con la incertidumbre radiante, puramente de superficie, y que cubre una especie de vacío central: imposibilidad de decidir si hay un secreto, ninguno o varios, y cuáles son”.
Un vacío central que impide armar un discurso sobre algo, que no permite por tanto, tener el poder sobre el conocimiento en torno a ese algo que, además, no se sabe si existe. Foucault ve en la obra surrealista de Roussel una de esas bisagras que permiten dilucidar los cambios de época, en que a través de lo fragmentado se puede vivir de modo más igualitario, o al menos se rompe “el orden del discurso” moderno (Foucault, 1999, 20).
“En su lectura no se nos promete nada. Tan sólo se prescribe interiormente la conciencia de que, al leer todas estas palabras, tersas y alineadas, nos exponemos al peligro fuera de clasificación de leer otras que son otras y las mismas” (Foucault, 1999, 20).
Las palabras, dice Foucault, son “tersas y alineadas”, es decir, percibimos su forma y nos exponemos al peligro de su polisemia. Está caracterizando, de algún modo, lo que es el arte de vanguardia con el énfasis en el polo del significante del signo lingüístico. Esto lo retomará en su lectura de Borges de Las palabras y las cosas, ahí está la mesa de disección que falta a la taxonomía “china”; el problema de cómo están constituidas las epistemes. Con la diferencia de que esta obra, Roussel, tiene relación con el cambio y con la propuesta de un futuro, en cambio en Las palabras y las cosas, se trata de la identidad. El cambio de paradigma se relaciona con la negación de la significación, para pasar a la presentación del lenguaje.
Fuentes:
Foucault, M (1999a) Raymond Roussel. México. Siglo XXI editores. 1ªed. 1973.
Foucault, M. (2007): Las palabras y las cosas. México: Siglo XXI editores. 1ª ed. 1966.
* Mirsa Acevedo es chilena, doctora (c) en Historia del Arte (Programa Interdisciplinar “Edad Media: Imagen, Textos y Contextos”), Universidad de Santiago de Compostela, USC, España, máster en Historia Crítica del Arte (Universidad Mayor), licenciada en Estética (U Católica de Chile) y licenciada en Historia (Universidad de La República, Uruguay). Su línea de investigación principal se aboca a los problemas de la mirada y la percepción en la Edad Media y el Siglo de Oro Español.