Reseña de cine

Paterson

Por María Eugenia Meza Basaure

 

Paterson (EE.UU., 2016), escrita y dirigida por Jim Jarmusch, no se puede contar. O, mejor dicho, se puede; pero entonces las personas no se entusiasmarían dado lo simple de los hechos que en este filme ocurren.

Sin embargo, de esa simpleza surge una poesía de lo cotidiano, que emerge de cada uno de los planos bien compuestos, en los que siempre hay un elemento predominante: un color, el movimiento, el diálogo, una dualidad.

Gran parte del filme está rodado de manera que muestra imágenes de movimiento interno incesante, ya que la cámara acompaña al protagonista, Paterson (Adam Driver), un chofer de bus de recorrido citadino, en su trabajo. La ciudad pasa casi sin detenerse ante nuestros ojos, mostrando barrios y sectores. Luz y tiempo logrados en complicidad con Frederick Elmes y Affonso Gonçalves, en Fotografía y Montaje, respectivamente. Ese movimiento para sólo en la pausa del almuerzo, cuando él come mirando la cascada del río que atraviesa el pueblo.

El color es un sello de cada espacio: el ocre de ladrillos del viejo recinto del terminal de buses adonde llega caminando Paterson de lunes a viernes; los tonos de una naturaleza otoñal: el verde que circunda la cascada, el blanquiazul del agua, los rojoamarillos de las hojas de los árboles. Y, por cierto, el blanco y negro que resalta en los objetos de su casa, muchos de ellos hechos por su esposa Laura (Kara Hayward), una encantadora y joven artista que adorna todo (su ropa, los cuadros, las cortinas, los cupcakes) con figuras geométricas, siguiendo patrones que podrían remitir al op-art de los años 60 o a ciertas grafías de algunas culturas africanas. Esa dualidad básica refleja su personalidad simple y, a la vez, tan concreta.

Pero no sólo el blanco y negro de la casa es binario. Muchas cosas en el filme son duales: Paterson, el protagonista, vive en Paterson, pequeño pueblo de New Jersey; Paterson se cruza continuamente con mellizos; su vida transcurre de a dos: él y su esposa; él y el barman del boliche que frecuenta cada noche por una cerveza; la pareja desencontrada que asiste al mismo bar; la mujer del barman; Paterson y su supervisor en el terminal de buses; él y la poeta de 10 años.

Solamente el perro rompe esa lógica y se instala como un ser único en este filme íntimo, mínimo de acciones, profundo de mirada. Un perro que, por lo demás, es el elemento que pone tensión en el filme: no ama a Paterson, gruñe a la pareja cuando se demuestran amor, puede ser sujeto de secuestro. Y hace algunas otras cosas que, naturalmente, no contaremos.

El protagonista tiene una vida amable y rutinaria, que él jalona escuchando las conversaciones de sus pasajeros (conversaciones entre dos) o escribiendo poemas que parecen diálogos consigo mismo. El pueblo que recorre está detenido en el tiempo: no tiene edificios modernos y sus habitantes parecen haberse también detenido en un instante anterior al apuro y al individualismo moderno. Jarmusch muestra el lado amable de las personas, su capacidad de abrirse al otro sin rodeos ni temores.

En esta continua narrativa apacible, la música agrega un elemento discordante; propone un contrapunto inquietante, quizá como para recordar que nada es siempre pacífico, que la tranquilidad puede ser rota en cualquier momento.

Las actuaciones, cotidianas, cercanas y convincentes, permiten dar vida a una decena de personajes que, en su conjunto, forman este friso de existencias poco o nada estridentes, que a veces, casi como por excepción, se salen de los marcos de la tranquilidad. Pero esa excepción también es un índice de que algo hay por debajo de lo aparente, que podría desequilibrar la rutina.

Ésta es la penúltima película de Jarmusch, realizador estadounidense que, desde los 80, ha venido demostrando cómo hacer filmes desde los márgenes de la industria, usando formas narrativas alejadas no sólo de ella sino del modo de contar historias que cineastas –ya sea de culto o comerciales– han desarrollado en su país. Lo suyo, como en Una noche en la tierra, Coffee and Cigarettes o Flores rotas es lo episódico (en este caso marcado por el paso de los días, por la hora en que el protagonista se levanta), lo pequeño; es el transcurso y la repetición que llevan al conocimiento del ser humano, sin discursos ni altisonancias. Sus personajes son mostrados con una mirada bondadosa y, aunque nos parezcan extraños, rara vez nos resultan desagradables.

Paterson cosechó todas las buenas críticas imaginables por donde pasó. Pero, claro, también hay quienes la odian. Porque, como en prácticamente todas las películas de Jarmusch, no pasa nada… y a la vez, sucede la vida completa, con sus encantos y sus dramas, su humor y su melancolía.