Gotas de tinta

Van Gogh. La persecución de la luz

Por Claudia Carmona Sepúlveda

Con majadera insistencia se ha edificado sobre Vincent Van Gogh la imagen del pintor atormentado, un artista que ha sido objeto de diversos diagnósticos póstumos, tales como epilepsia del lóbulo temporal, esquizofrenia, cuadros crepusculares, episodios psicóticos y crisis psicomotoras, incluso se ha planteado una intoxicación debida a su abuso de la absenta. Sabido es que la intensa personalidad del pintor neerlandés dificultaba su relación con el entorno, al punto de ser temido en su época de fanático evangelizador.

Pero con el mismo fervor amó, sin ser correspondido, a su prima Kee y cuidó de Sien, la prostituta embarazada que recogió de las calles de La Haya y que sirviera de modelo a Dolor, dibujo realizado en 1882, una de las más acabadas obras de su etapa inicial. La convicción que insufló a cada acto en su vida tal vez no tenga, sin embargo, mejores exponentes que su pasión por la pintura y la persistente relación epistolar con Theodorus, su hermano, protector y albacea. En Cartas a Theo, recopiladas precisamente gracias a que éste las guardara con amorosa precaución, Van Gogh echa por tierra la idea de que sus pinturas hayan sido mera concepción de una mente enferma. Por el contrario, evidencian trazas de un trabajo metódico, concienzudo y reflexivo exponiendo con agudeza su visión del arte, sus temas y técnicas y, ya hacia los últimos años, su persecución de la luz, ésa que buscó en el sur, donde el sol entrega matices imposibles en tierras septentrionales.

Los comedores de patatas, 1885.

En efecto, dejando tras de sí la oscuridad neerlandesa expresada en Los comedores de patatas, Van Gogh va sumando luz y colorido a sus pinturas, en un proceso por completo deliberado, tal como relata, con entusiasmo casi pueril, a su hermana Anna Cornelia en una de las misivas: “La paleta, hoy en día, es absolutamente colorista, azul celeste, anaranjado, rosa, bermellón, amarillo muy vivo, verde claro, el rojo claro del vino, violeta. Pero combinando todos estos colores se llega a crear la tranquilidad, la armonía. Y se produce algo semejante a lo que sucede con la música de Wagner, que, incluso interpretada por una gran orquesta, no por ello deja de ser íntima”.

El viñedo rojo, 1888.

En Arlés, sur de Francia, la luz y el color surtieron sobre el alma de este hombre de vocación tardía y postergado reconocimiento, una fascinación que se trasunta en la viveza de Campo de trigo amarillo y en el vigor de Cielo estrellado, pero que encuentra en El viñedo rojo, uno de los pocos cuadros que él mismo logró vender, la aplicación certera del principio del contraste amarillo/rojo/azul, un ejemplo de que Van Gogh dio vida a la tela y tribuna a sus facultades.