Violeta Parra bajo el prisma de María Eugenia Meza Basaure
Cuando era niña, en los 60, mis papás me llevaban a las Ferias de Artes Plásticas que desplegaban artes “cultas” y populares por el verde del Parque Forestal. Recuerdo con la misma impresión a quienes pintaban con sus caballetes y paletas que a un señor que, frente a quien quisiera verlo, hacía figuritas de vidrio. Pero si de atesorar se trata, una sola imagen potente quedó en mi retina: mi madre abriendo una carpa, mis ojos entreviendo a una mujer desgreñada que bordaba en arpillera. Ella no levantó los ojos de la labor cuando yo des-velé su tarea. Siguió impertérrita. Y mi mamá me dijo con evidente orgullo: es Violeta Parra.
No era primera vez que escuchaba su nombre. En mi casa se valoraba su trabajo de recopilación y creación. Se la oía en las entrevistas que, más de una vez, le hiciera Ricardo García, el emblemático discjockey de los 60 y 70, creador de los Festivales de la Nueva Canción Chilena y, en plena dictadura, del Sello Alerce.
Sin embargo, las otras imágenes que guardo de ella no están en mi retina. Son prestadas y me llegaron desde la retórica narrativa de Domingo Robles, maravilloso amigo, al que también homenajeo de paso en este texto escrito al calor del Centenario. Un centenario lleno de escenas oficiales y no oficiales, de verdades y omisiones, de grandes ausentes. Como todo, claro. No digamos que la vida misma no es igual.
Mirando, en un rincón
Todo sucede en Concepción. Hasta dónde es memoria, verdad o ficción… no sé, pero encaja con el personaje. Perdón, con ciertas aristas del personaje.
Mi amigo es compañero de colegio de Ángel Parra. Son medianamente cercanos porque a Domingo le interesa el folclore y, sobre todo, la recopilación. Él sabe quién es Violeta y la quiere conocer. Ángel está reticente. Por mucho tiempo le niega el acceso; hasta que, finalmente, lo lleva y lo presenta. Violeta lo mira y le dice algo como “quédate, pero en ese rincón y no me interrumpas”. La pieza está en semipenumbras y tiene una silla. En ella está Violeta tocando la guitarra y, a veces, empinándose una botella de vino que la espera en el suelo. Domingo, en su rincón, observa. “Era una fuerza de la naturaleza”. “Era como una de las brujas de Macbeth”, diría muchos años después, antes de tomar él mismo la guitarra y cantar alguna canción picaresca o una cueca aprendida en esas tardes de silencio y reverencia.
Lo que el mito contaba
Domingo narraba este episodio pasional como si –al igual que el anterior– lo hubiera vivido, aunque en realidad es parte del mito urbano sobre el fin de la estancia de Violeta en Concepción.
Corrían los tiempos de su romance con el pintor y profesor universitario Julio Escámez. Era el día de su cumpleaños, contaba mi amigo, y la Viola había engalanado la casa con banderitas y guirnaldas de papel recortado. Tenía mistelas y dulcecitos hechos por ella misma. Todo listo y a la espera de sus invitados.
En eso, se desencadena la tormenta: alguien vino a decirle que había visto a Julio de la mano de una niña por la costanera.
Ardió Troya. A manotazos sacó los adornos; tiró los dulces y los licores a la calle. Hizo las maletas. Armó una pila con los cuadros de Escámez y les prendió fuego. Agarró maletas y chiquillos y partió a la universidad. Abrió de un empujón la puerta de la sala en la que hacía clases y lo sacó de allí. Algunos dicen que le rompió la guitarra en la cabeza; otros, que le lanzó una maleta con sus pertenencias.
También dicen que se marchó de Concepción y que no volvió nunca más.
Esta última historia también la cuento por boca de ganso, mejor dicho por boca de Domingo. Un festival o encuentro folclórico, competitivo, en algún lugar de Chile. Alguien ha tenido la mala (o buena) idea de convocar a las dos matriarcas del folclore nacional: Violeta y Margot Loyola. Ambas, de carácter fortísimo, se enzarzan en una discusión sobre los méritos de un competidor. Las cosas suben de tono. Se van a las manos. Las lenguas cuentan que terminaron hechas un ovillo en el suelo.
La anécdota corresponde a esa parte de la mitología que dice que ellas se odiaban. O, al menos, que no se resistían. Quizá fuera así en algunos momentos. Otras voces demuestran que se respetaban y que las diferencias provenían del hecho de que una de ellas había salido del campo a los escenarios y la otra había llegado a ellos desde la academia.
Esas son mis imágenes prestadas. Son como postales de un ser inabarcable. No falta quien se jacte de escribir un libro sobre ella y declarar “ya está; esto la explica del todo”.
Decir eso es pensar que un solo libro puede abarcar un continente.
Estas imágenes desperdigadas hablan de una sola de sus aristas, de sus facetas. Como en una esfera de espejos de colores, Violeta es/era cambiante y distinta según la luz que la iluminara. Es la de Gracias a la vida y Maldigo del alto cielo. La luchadora y la amante. La madre y la artista. La bruja y el hada. Siempre la genia.