Reseña de cine

Neruda

Por Claudia Carmona Sepúlveda

 

La luz de un letrero de neón titila roja –no tan a lo lejos– y se apaga. Con ella se despide el personaje de Óscar Peluchonneau (Gael García Bernal) y uno de los filmes más hermosos que hayamos visto en los últimos años. La sensación reconforta: hemos asistido a una realización en la que nada falla ni queda en deuda, o, dicho en justicia, en la que todo funciona de maravilla.

Y es que Neruda, la recién estrenada película del realizador chileno Pablo Larraín, cumple, supera y amplía toda expectativa. Si el espectador espera ver un filme sobre la compleja figura del vate parralino, ciertamente lo hallará; si busca una historia que narre la persecución de que fueron objeto los comunistas en tiempos de Gabriel González Videla, no se sentirá defraudado; si se decidió a pagar la entrada para ver a Luis Gnecco en el tremendo desafío de dar voz al Poeta universal, se verá compensado. Lo que difícilmente haya estado en los planes de los asistentes a este estreno, era dar con una producción que re-crea no sólo la vida del Chile del 40, los anhelos y ambiciones de sus gentes o el peso de un futuro Nobel de Literatura gravitando en la élite artística mundial, sino las propias posibilidades creativas, pues se trata de un verdadero ejercicio metaliterario que, por decirlo en forma muy llana, difumina los límites entre realidad y ficción. Decimos metaliterario y no metacinematógrafico porque es la literatura la que sirve de vehículo para la creación a pulso de Peluchonneau –personaje real, pero ficcionado–, a quien el fugitivo Neruda va dejando novelas policiales que trazan, que dan forma a su carácter al paso de los acontecimientos.

Son dos seres con ansias de convertirse en leyenda, y cada cual utilizará al otro para conseguirlo. Neruda, desaforado Senador de la República, ha pasado a la clandestinidad tras ser acusado de subversión por el gobierno de González Videla (encarnado por el siempre magistral Alfredo Castro). El Partido le aconseja salir del país, pero el poeta, que ya sabe de reconocimientos y goza de un prestigio internacional que considera superior a todo fuero político, no escapará como un comunista más; augura –y anhela– una “persecución salvaje”. No pierde oportunidad de señalar que espera que le pisen los talones y disfruta desafiando a su perseguidor. Éste, por su parte, es un joven detective cuya única certeza es que su madre fue una prostituta. El resto de su aún breve biografía se sustenta más en un querer ser que en un haber sido. Convencido de ser hijo del fundador de la Policía de Investigaciones de Chile se siente depositario de una herencia que debe honrar. De ahí que dar captura a Neruda sea para él un desafío profesional y personal.

Gael García Bernal está magnífico en el papel. Sin muchos diálogos –la mayor parte de sus parlamentos están en off– y escaso de gestualidad facial o corporal, apoya su rol en una mirada que acaba haciéndose entrañable al espectador, mezcla de una determinación férrea y de la tristeza propia de un muchacho demasiado acostumbrado a vivir de migajas.

Larraín –que, lejos del encomio gratuito y tan frecuente de filmes biográficos, desacraliza y humaniza al Premio Nobel chileno– logra con esta película una sinfonía digna del mejor orquestador. En ello, tremendo mérito del guionista Guillemo Calderón, con quien Larraín ya trabajó en El Club. Fue capaz de poner frases en boca de una figura mundialmente conocida, archicitada y referida, tanto como de lograr diálogos francamente notabilísimos. Por ejemplo, el del travesti –también impecablemente actuado por Roberto Farías– a quien interroga Peluchonneau, o aquéllos con que personajes de las clases populares enrostran a Neruda, con respeto y sin estridencias, la diferencia entre ser comunista pobre y comunista famoso, o el que sostienen el detective y la Hormiguita, Delia del Carril (la argentina Mercedes Morán), una reflexión existencialista a dos voces, enmarcada en una atmósfera que cambia de escenario y temperatura con maestría. Algo similar a lo que ya había hecho Larraín con los diálogos traspuestos de set en set entre Neruda y el expresidente Alessandri (Jaime Vadell). Y si hablamos de atmósfera y temperatura, los bellos parajes del sur de Chile ven exacerbadas sus virtudes gracias a una fotografía bellísima que retrata la copiosa lluvia de la Araucanía, que no es gris sino profundamente verde y azul, y los blancos pasos cordilleranos en los que Larraín usa el contraluz a su favor.

No sobran superlativos. Simplemente se trata de una película redonda, una pieza maestra para ver no una sino varias veces. Se disfruta lo mismo, o más si cabe, en cada oportunidad.